jueves, 2 de julio de 2009

La bella durmiente.

Y con la sangre brotando de mis labios me acerqué a su figura felina deseando tocarla. Se mantuvo fría y distante como una estatua de hielo, mirando a la inmensidad que nos rodeaba y sin percatarse de mi existencia. Tardé unos segundos en darme cuenta que, para ella, como para los demás, yo no era más que un fantasma, una sombra que vagabundeaba entre ellos a la que no prestaban atención por más que lo desease. Sintiéndome vacío, como otras veces, continué mi camino eterno de soledad, contemplando las figuras de mármol entre las que andaba, tan bellas y tan hermosas, pero ciegas y vacías como la piedra de las que están esculpidas. El silencio de la soledad es lo único que me acompaña, mientras que, como el espíritu errante que soy, sigo caminando cansado sin sentir nada más que el agotamiento extremo, producido por la incesante búsqueda de una forma de salir de allí, pero todo es en vano y mí corazón se rompe dentro de mi cuerpo una y mil veces. Sé que la veo eterna con su belleza única y con diferente aspecto. Las cadenas por las que me sujeta no tienen parangón. Ni toda mi fuerza podrá soltarme, ya que por desgracia yo mismo me encadene estúpida y vanamente, sabiendo que no tendría escapatoria y me moriría a sus pies. Pero allí esta, alzada ante mi. Sigue fría y sin verme, hermosa y dulce, pero cruel. Ella me creó como soy ahora, y producto de sus acciones es el monstruo en el que me convertido. Ni la odio ni, le guardo rencor, porque la amo todo le perdono, y porque sé que en su ignorancia radica su fuerza y, ante la negación de mi existencia, su vida es más fácil. En mi mente deseo oír su voz, para que me mate con sus palabras y acabe con mi sufrimiento, pero para qué escuchar algo que ya conozco, algo que para mi es tan verdad como ella misma. Sé que no podré tocar a mi diosa, pero no por ello dejaré de intentarlo. Por mucho que sufra y aunque el polvo me oculte y tape mi nombre, deseo que ella limpie mi rostro, pero recuerdo siempre al final de mi deseo que sigue inerte y que me será imposible despertarla de su dulce prisión. Vuelvo a velar por mil años su sueño en soledad, sabiendo que tan sólo yo soy el culpable de mis desdichas ya que ¿Quién me incito a amar al sol que me quema y para el cual tan solo soy un grano más de arena sin valor? Y viendo mi imagen en el cadáver de un amigo, oigo mi voz desde el olvido. Ni todos los caballeros enmascarados son príncipes encantados, ni todos los dragones son monstruos ya olvidados y extinguidos.

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